Don Delillo y La broma infinita de David Foster Wallace, la desesperanza de Cormac McCarthy, Karen Russell (a la que ya hemos recibido en Motel Margot) y, sobre todo George Saunders. Quizá algo del Irvine Welsh más costumbrista. También John Cheever y cualquier autor anglosajón prologado y estudiado por Rodrigo Fresán. Una sorpresa agradable, nutritiva, ¿Cómo consigue José Moreno escribir así y no sonar a mala canción del indie español de los noventa? Buena pregunta, Octavio. Quizá no saliendo demasiado de los límites, manteniéndose en lo universal, jugando a modificar lo básico (pienso, después del libro sobre Alberto Rodríguez, cómo retrocedió a 1981 en La Isla mínima), pero convence, no vence, porque esto no es, claro, una batalla. Es uno de los mejores libros de cuentos del año: Gagarin o la triste certeza de viajar solo editado por La Navaja Suiza.
Quizá la siguiente pregunta sería, ¿por qué no es más pegado al terruño?, ¿y a ti qué te importa, Octavio? Sí, sigues sin poder olvidar la Malaventura de Fernando Navarro. Es imposible. Pero José Moreno no abusa de la ensoñación ni el simbolismo, es un realismo sin fisuras, un ‘Realismo Salem´s Lot’ o sea, localizado en núcleos urbanos que pivotan entre la nacional y la lejanía, con menos de dos mil habitantes. Con una canción de Nueva Vulcano, para abrir boca. Una de las que sonaban en mi programa de radio. Ha pasado más de un lustro, amigo. ¿Por qué no hablas de los cuentos, por favor?
Un golpe de buena suerte participa de ese punto de no retorno empapado de bourbon y cerveza que alimenta todo el libro. Pienso en los Denver Nuggets de Alex English y Fat Lever. Y Michael Adams, con su 1,75. Lugares para beber destilados dosificados y cenas ricas en triglicéridos. ¿Buscar perderlo todo para poder comenzar de nuevo o comienzas de nuevo porque los has perdido todo? Ahí abajo es el único punto de Folk-horror en todo el libro (aunque sea tangencialmente) con cementerios indios sugeridos más que mostrados (tú, que como yo naciste a finales de los setenta, me entenderás), una zarigüeya, animal lleno de parásitos y carroñero, que aparece en la serie Los Green en la ciudad, podría estar viéndola ahora mismo con mi hijo de cinco años, esperando que salga la madre de la familia, con sus tatuajes y sus años en la cárcel.
Café aguado, un chico con problemas de sustancias, con peleas, un hijo que es uno muerto cuántico, que está a la vez muerto y vivo durante el relato, presente y desaparecido. Un cobertizo, hijos de vecinos alistados en el ejército, arar la tierra, y la tierra que guarda restos de mascotas. Apache como la canción de The Shadows. De nuevo la mascota cuántica, viva y muerta, desaparecida y olvidada, en un relato que se arremolina como un bucle sin fin.
Nada importa demasiado, historia de tatuajes y barbas frondosas, la dejadez de la epidemia de opiáceos (todos sabemos, todos hemos oído hablar de la oxicodona, la oxi, el OxyContin, el fentanilo… ), yo, mientras escribo esta reseña es probable que vaya arriba de tramadol, golpeándome la sien y veo el papel que recoge el frasco, el frasco que guarda las cápsulas, una a una, contadas. Nada de plástico, ni de blíster. Ayuda, sexo, un uniforme que sube hasta los muslos, la lujuria del perdedor. Armas de fuego. Eso es América, un lugar donde los dólares, los narcóticos y las automáticas tienen curso legal. Lo respeto. Ojo. Volvemos a la narrativa del punto de no retorno en uno de los mejores relatos del libro. Con el efectismo final del cuento latinoamericanos, dejándonos un excelente sabor de boca.
No necesito nada más: durante un segundo, al leer ‘Osborne Road’, pienso que estamos a un autor usando el traductor de Google, pero no, claro: dejo de corregir exámenes de raíces y potencias para escuchar la caldera del piso. Fuera son las 20:16 y todo el mundo ha vuelto a su casa en el pueblo, perseguido por la oscuridad de la noche. Una historia de la tierra: de profesores interinos, de vidas por consumidas en un parpadeo, latas de sopa, champiñones rehogados en mantequilla, las verduras, las hortalizas congeladas, todo lo que puede dar el campo británico. Cena y soledad, como una mala canción de un grupo olvidado del Brit-pop (venga, elige: Ride antes de que se fuera el guitarra a tocar con Oasis, Echobelly o Lush). De pronto se te encoge el cuerpo pensando en un capítulo de Inside nº9 pero sin final loco. Formación profesional, profesores, fútbol, cerveza y televisión.
En Inevitablemente corto encontramos uno de los relatos narrativamente más sobresalientes. De nuevo el lugar y el tiempo no son necesarios, los personajes del relato se construyen a base de olvido y amor, del saber profundo de un padre. Un cuento sobre la soledad compartida: dos soledades juntas se convierten en una compañía, aunque solamente sea por una noche. Hermanos ausentes, madres muertas, cartas con sello sin abrir, la preocupación personal: llamadas telefónicas, la habilidad del autor frente a la máquina es capaz de provocar ternura e inquietud a la vez, en una amalgama que parecería imposible y que te deja cálidamente insatisfecho.
Padre e hija en La sombra de las cosas antes de romperse, fruto de un divorcio, el lugar que ocupa un cuarentón desubicado, una montaña de helado gigante, el restaurante italiano: ¿el padre fue el que se llevó por delante al señor Stefano? Si no fuera así quizá tome nota para alguna idea futura. Agarrar a tu padre de la mano. Que tu hijo quiera hacerlo. El paso del tiempo, la fecha de caducidad del amor filial, de la fe, en realidad. Y más si ya no te fían en el bar más cutre del barrio. Unos tragos antes de comer y un trabajo fijo, remunerado, ordenado, el trabajo de un día y luego de una ronda, unas monedas, jugárselo a cara o cruz, todo o nada, una mala canción sobre ‘El Dioni’.
El siguiente relato comienza con una sentencia muy Ray Loriga: «El verano había entrado en la ciudad como un puñetazo de Tyson». ‘Donde nadie me esperaba’, Marisa y el helado, el cigarrillo, hermanos en un cementerio, más que en USA me recuerda a la fascinación de Manuel Mújica Martínez y Adolfo Bioy Casares por los cementerios, convertidos en museo de grietas y piedras donde no queda el recuerdo del ausente. El autor pivota entre ese amor filial y el amor de pareja, el amor de la familia, de los hermanos, de los hijos. Es un libro de familia, un libro de relaciones. Donde, a pesar de los errores cometidos, las adicciones, el alcohol, la desesperación, existe, al menos, una leve esperanza, una luz de cerilla en la noche y siempre, siempre, llega desde la familia. Con estructura o sin ella.
¿Qué es En un océano tostado? Una novela corta, un lugar de ensueño, un efecto hipnótico por la repetición, la crónica de un personaje que asume el retraso, la soledad y el abandono. Es la nacional cuando han construido la autovía, es la vida mínima, no sufrir pero tampoco avanzar. Es quedarse uno como está, sin más. Sopa de sobre, snacks, ¿estoy vivo? ¿Es este el limbo? ¿Seguimos un camino a algún lugar? El protagonista transita en un mundo de bruma, en un hueco entre los riscos, los personajes que aparecen tienen mucho de teatro del absurdo, del teatro pánico, de Samuel Beckett a Fernando Arrabal. Avatares de la esperanza, la belleza, el desprecio, la sensualidad. Los lugares prohibidos, las situaciones que se repiten una y otra vez, todo, así, sin más, ¿Qué salida hay? ¿Qué diferencia? ¿Y el final? Un motel descarriado, un apocalipsis, sea nuclear o de zombis. La playa es la metáfora. Una historia muy suculenta. Galpón y zorro.
Avanzamos hacia un cuento efectista, como es Cuchillas. De vez en cuando alimentan. Un poco de fariña, un poco otra vez, de esa Isla Mínima que me ha pillado como metáfora después del artículo sobre Alberto Rodríguez: el contrabando, el menudeo. Guardia costera, el amor intermedio (entre el adolescente y el definitivo). Un final malévolo, hacía falta, Javier. Un buen cuentista lee a Stephen King, aunque sea a escondidas, y Maine y su costa siempre está por ahí. Además, como dice Juan Tallón en El mejor del mundo, habría que darle el Nobel de literatura.
El cierre con Siete pulmones tiene algo de real, de físico, de cortadura. Incluso en lo conceptual. Lugares que esperas aparezcan sonriendo, en tu mente, en tu recuerdo, en tu cultura audiovisual: tabernas, cigarrillos, borrachos en estado de avanzada soledad. Trabajos precarios, gasolina y distancias. La América que no termina, la de Jack Kerouac. Dos personas sin futuro, Garay y Siete Pulmones. Ni Don Quijote ni Sancho Panza. Las lecturas, las mujeres, algo de sexo, más por pasar el rato que por construir algo.
Sexo y café, poesía y bebercio. La poetisa boliviana Libertad González parece una broma, un estereotipo. Y el huracán, imagina, Javier, lo demoledor de leer este cuento, de escribir sobre este final, durante estas semanas. Jornadas en las que, al menos, la narración se ha convertido en una sensación de aumentada empatía. NO es efectista. En realidad deja la duda al lector, ¿qué harías tú? Un hombre bueno, la fealdad de Ian Stewart (la portada de Aftermath, Ramón de España) y el final, el comienzo de algo o una debacle.
No estuve allí, no importa. Deja la puerta cerrada cuando te marches, las llaves en la recepción. Espero volverte a ver en el Motel Margot.
Literatura
Don Delillo y La broma infinita de David Foster Wallace, la desesperanza de Cormac McCarthy, Karen Russell (a la que ya hemos recibido en Motel Margot) y, sobre todo George Saunders. Quizá algo del Irvine Welsh más costumbrista. También John Cheever y cualquier autor anglosajón prologado y estudiado por Rodrigo Fresán. Una sorpresa agradable, nutritiva, ¿Cómo consigue José Moreno escribir así y no sonar a mala canción del indie español de los noventa? Buena pregunta, Octavio. Quizá no saliendo demasiado de los límites, manteniéndose en lo universal, jugando a modificar lo básico (pienso, después del libro sobre Alberto Rodríguez, cómo retrocedió a 1981 en La Isla mínima), pero convence, no vence, porque esto no es, claro, una batalla. Es uno de los mejores libros de cuentos del año: Gagarin o la triste certeza de viajar solo editado por La Navaja Suiza.
Quizá la siguiente pregunta sería, ¿por qué no es más pegado al terruño?, ¿y a ti qué te importa, Octavio? Sí, sigues sin poder olvidar la Malaventura de Fernando Navarro. Es imposible. Pero José Moreno no abusa de la ensoñación ni el simbolismo, es un realismo sin fisuras, un ‘Realismo Salem´s Lot’ o sea, localizado en núcleos urbanos que pivotan entre la nacional y la lejanía, con menos de dos mil habitantes. Con una canción de Nueva Vulcano, para abrir boca. Una de las que sonaban en mi programa de radio. Ha pasado más de un lustro, amigo. ¿Por qué no hablas de los cuentos, por favor?
Un golpe de buena suerte participa de ese punto de no retorno empapado de bourbon y cerveza que alimenta todo el libro. Pienso en los Denver Nuggets de Alex English y Fat Lever. Y Michael Adams, con su 1,75. Lugares para beber destilados dosificados y cenas ricas en triglicéridos. ¿Buscar perderlo todo para poder comenzar de nuevo o comienzas de nuevo porque los has perdido todo? Ahí abajo es el único punto de Folk-horror en todo el libro (aunque sea tangencialmente) con cementerios indios sugeridos más que mostrados (tú, que como yo naciste a finales de los setenta, me entenderás), una zarigüeya, animal lleno de parásitos y carroñero, que aparece en la serie Los Green en la ciudad, podría estar viéndola ahora mismo con mi hijo de cinco años, esperando que salga la madre de la familia, con sus tatuajes y sus años en la cárcel.
Café aguado, un chico con problemas de sustancias, con peleas, un hijo que es uno muerto cuántico, que está a la vez muerto y vivo durante el relato, presente y desaparecido. Un cobertizo, hijos de vecinos alistados en el ejército, arar la tierra, y la tierra que guarda restos de mascotas. Apache como la canción de The Shadows. De nuevo la mascota cuántica, viva y muerta, desaparecida y olvidada, en un relato que se arremolina como un bucle sin fin.
Nada importa demasiado, historia de tatuajes y barbas frondosas, la dejadez de la epidemia de opiáceos (todos sabemos, todos hemos oído hablar de la oxicodona, la oxi, el OxyContin, el fentanilo… ), yo, mientras escribo esta reseña es probable que vaya arriba de tramadol, golpeándome la sien y veo el papel que recoge el frasco, el frasco que guarda las cápsulas, una a una, contadas. Nada de plástico, ni de blíster. Ayuda, sexo, un uniforme que sube hasta los muslos, la lujuria del perdedor. Armas de fuego. Eso es América, un lugar donde los dólares, los narcóticos y las automáticas tienen curso legal. Lo respeto. Ojo. Volvemos a la narrativa del punto de no retorno en uno de los mejores relatos del libro. Con el efectismo final del cuento latinoamericanos, dejándonos un excelente sabor de boca.
No necesito nada más: durante un segundo, al leer ‘Osborne Road’, pienso que estamos a un autor usando el traductor de Google, pero no, claro: dejo de corregir exámenes de raíces y potencias para escuchar la caldera del piso. Fuera son las 20:16 y todo el mundo ha vuelto a su casa en el pueblo, perseguido por la oscuridad de la noche. Una historia de la tierra: de profesores interinos, de vidas por consumidas en un parpadeo, latas de sopa, champiñones rehogados en mantequilla, las verduras, las hortalizas congeladas, todo lo que puede dar el campo británico. Cena y soledad, como una mala canción de un grupo olvidado del Brit-pop (venga, elige: Ride antes de que se fuera el guitarra a tocar con Oasis, Echobelly o Lush). De pronto se te encoge el cuerpo pensando en un capítulo de Inside nº9 pero sin final loco. Formación profesional, profesores, fútbol, cerveza y televisión.
En Inevitablemente corto encontramos uno de los relatos narrativamente más sobresalientes. De nuevo el lugar y el tiempo no son necesarios, los personajes del relato se construyen a base de olvido y amor, del saber profundo de un padre. Un cuento sobre la soledad compartida: dos soledades juntas se convierten en una compañía, aunque solamente sea por una noche. Hermanos ausentes, madres muertas, cartas con sello sin abrir, la preocupación personal: llamadas telefónicas, la habilidad del autor frente a la máquina es capaz de provocar ternura e inquietud a la vez, en una amalgama que parecería imposible y que te deja cálidamente insatisfecho.
Padre e hija en La sombra de las cosas antes de romperse, fruto de un divorcio, el lugar que ocupa un cuarentón desubicado, una montaña de helado gigante, el restaurante italiano: ¿el padre fue el que se llevó por delante al señor Stefano? Si no fuera así quizá tome nota para alguna idea futura. Agarrar a tu padre de la mano. Que tu hijo quiera hacerlo. El paso del tiempo, la fecha de caducidad del amor filial, de la fe, en realidad. Y más si ya no te fían en el bar más cutre del barrio. Unos tragos antes de comer y un trabajo fijo, remunerado, ordenado, el trabajo de un día y luego de una ronda, unas monedas, jugárselo a cara o cruz, todo o nada, una mala canción sobre ‘El Dioni’.
El siguiente relato comienza con una sentencia muy Ray Loriga: «El verano había entrado en la ciudad como un puñetazo de Tyson». ‘Donde nadie me esperaba’, Marisa y el helado, el cigarrillo, hermanos en un cementerio, más que en USA me recuerda a la fascinación de Manuel Mújica Martínez y Adolfo Bioy Casares por los cementerios, convertidos en museo de grietas y piedras donde no queda el recuerdo del ausente. El autor pivota entre ese amor filial y el amor de pareja, el amor de la familia, de los hermanos, de los hijos. Es un libro de familia, un libro de relaciones. Donde, a pesar de los errores cometidos, las adicciones, el alcohol, la desesperación, existe, al menos, una leve esperanza, una luz de cerilla en la noche y siempre, siempre, llega desde la familia. Con estructura o sin ella.
¿Qué es En un océano tostado? Una novela corta, un lugar de ensueño, un efecto hipnótico por la repetición, la crónica de un personaje que asume el retraso, la soledad y el abandono. Es la nacional cuando han construido la autovía, es la vida mínima, no sufrir pero tampoco avanzar. Es quedarse uno como está, sin más. Sopa de sobre, snacks, ¿estoy vivo? ¿Es este el limbo? ¿Seguimos un camino a algún lugar? El protagonista transita en un mundo de bruma, en un hueco entre los riscos, los personajes que aparecen tienen mucho de teatro del absurdo, del teatro pánico, de Samuel Beckett a Fernando Arrabal. Avatares de la esperanza, la belleza, el desprecio, la sensualidad. Los lugares prohibidos, las situaciones que se repiten una y otra vez, todo, así, sin más, ¿Qué salida hay? ¿Qué diferencia? ¿Y el final? Un motel descarriado, un apocalipsis, sea nuclear o de zombis. La playa es la metáfora. Una historia muy suculenta. Galpón y zorro.
Avanzamos hacia un cuento efectista, como es Cuchillas. De vez en cuando alimentan. Un poco de fariña, un poco otra vez, de esa Isla Mínima que me ha pillado como metáfora después del artículo sobre Alberto Rodríguez: el contrabando, el menudeo. Guardia costera, el amor intermedio (entre el adolescente y el definitivo). Un final malévolo, hacía falta, Javier. Un buen cuentista lee a Stephen King, aunque sea a escondidas, y Maine y su costa siempre está por ahí. Además, como dice Juan Tallón en El mejor del mundo, habría que darle el Nobel de literatura.
El cierre con Siete pulmones tiene algo de real, de físico, de cortadura. Incluso en lo conceptual. Lugares que esperas aparezcan sonriendo, en tu mente, en tu recuerdo, en tu cultura audiovisual: tabernas, cigarrillos, borrachos en estado de avanzada soledad. Trabajos precarios, gasolina y distancias. La América que no termina, la de Jack Kerouac. Dos personas sin futuro, Garay y Siete Pulmones. Ni Don Quijote ni Sancho Panza. Las lecturas, las mujeres, algo de sexo, más por pasar el rato que por construir algo.
Sexo y café, poesía y bebercio. La poetisa boliviana Libertad González parece una broma, un estereotipo. Y el huracán, imagina, Javier, lo demoledor de leer este cuento, de escribir sobre este final, durante estas semanas. Jornadas en las que, al menos, la narración se ha convertido en una sensación de aumentada empatía. NO es efectista. En realidad deja la duda al lector, ¿qué harías tú? Un hombre bueno, la fealdad de Ian Stewart (la portada de Aftermath, Ramón de España) y el final, el comienzo de algo o una debacle.
No estuve allí, no importa. Deja la puerta cerrada cuando te marches, las llaves en la recepción. Espero volverte a ver en el Motel Margot.
20MINUTOS.ES – Cultura