Son veinticuatro horas lineales de intensa poesía, son varias décadas de recuerdos de memoria y vida. Una repetición cantábrica, un fraseo que recuerda a Pablo Und Destrucktion cantando al puerto de Gijón por Jacques Brel, que me llevan a Cada lunes de aguas de Juan Montiel, con esa manera analógica y primitiva de acercarse al mar o la narración mística y pagana sobre la Galicia misteriosa de “Habitada”de Cristina Sánchez-Andrade. Estamos en lugares donde todavía se conserva las chozas, las aldeas del primer Camilo José Cela, el que volvió al delirio de la lluvia en «Mazurca para dos muertos».
El norte de España, desde la Galicia de Germán Coppini, la Asturias de Pablo e Igor, mis días en Santander y Santoña, con el mar escupiendo sal, brazo y terrible, asustando a mi hijo, que se protegía tras la estatua de José Hierro. Y, claro, desde ahí hasta la costa de Maine, donde las pesadillas de H.P. Lovecraft hacían del crustáceo, del molusco, del terror gangoso de sexos enormes… y el agua, la lluvia, la vida y la muerte mezclada, nunca seca. Todo esto es Calabobos, la novela de Luis Mario, editada por Reservoir Books.
Agua, la chispa, el cielo que reparte agua, que siempre tiene sed y nunca sacia, los mejillones, los percebes, los pelos de Mairuca, terrible protagonista de la tristeza infinita, la familia disfuncional y desolada, Nanda La Chona, el Viejo, violento de alcohol (aunque sea aguado), todo empapado, repetidamente empapado, como si el agua se acumulara, sin irse nunca, el sexo extraño y monstruoso del mejillón, casi alienígena, desaforado, Chaní, la casa, el ruido de fondo constante, inexcusable, mortal, de la lluvia sobre el latón.
«Por la guerra también esta tierra se ha quedado viciada», lo único que tenían, esos que venían, era ganas de matar, sin uniforme: «La mar se traga los muertos, pero luego escupe sus dientes». Me atrevo a revisar un tebeo, hace unas pocas semanas, HELEN DE WYNDHORN de Tom King, donde aparecía el hada malvada de los dientes, muerte y asesinado… conforme avancemos conoceremos algo/alguien parecido.
¿Por qué es peor que las mujeres quieran a los hombres? «Porque entonces les dolían más los golpes». Loca con el duro, las sábanas nunca secas, de lejía y dolor. Cartas, mi tío, el otro, el tío Terio, que no lo dejaron vivir junto al mar y lo hicieron irse. El vino no sabe, pero cómo va a saber si lo tiene usted todo aguado, si te cae del pelo, del cuello, de todos los sitios. Sexo, salvajismo, lúbrico, animal, es por eso que la cópula, la carne, la sangre, exime la homosexualidad del protagonista. Vacas, mejillones, yerba que se desborda, la piel, los labios. La mujer va partiendo nueces a puñados, conociendo los secretos del bosque. Infusión extraña, el calor de los muertos que tienen más de animales que de cuerpos. Jabalí y lobos, Fernando Navarro y su Crisálida, pero en el sur frente al norte. Porque las brujas y sus ungüentos, desarman las maderas, las impregnan.
Amantes muertos, el mar nunca escupió sus dientes. Porque a la niña no le quedaban. Años más tarde, el padre, el tonto del pueblo. El viejo. Las mujeres que secaban las sábanas a soplidos. No quería salir los días del sur. No querían acabar locos. La niña no lo pasó bien de cría. Lloraba, desesperada, el olor, el jersey sucio, los pañales. La niña, la desaparecida, la ahogada, casi mata a su madre, pariendo, porque la niña no es humana. O solo es parte humana, lo otro, como queda claro (o turbio) le pertenece al mar. Un profesor de secano, yo mismo, escribiendo en el estío, balbuceando esto… una palabra detrás de otra. La sábana mojada, la mar picada, la garduña que entra hasta la cocina. ¿Quién y cómo? Entre la niña, dentro, paganismo y sexo, desde Zeus a la paloma. El mar hizo que el mejillón se le metiera en el vientre. Eso vale una cascada de lloros y sangre.
Es fundamental cómo el autor une nacimiento y muerto, la rebelión contra el orden perpetuo de las mareas, la luna y el mar. Nadie puede derrotarlos.
Cuchicheos de mejillón, la mar es una madre que ahoga a sus hijos. Para verlos crecer. El mar es un recuerdo que arrastra a un hombre. EN el norte la mar es un dios. Si el dios existe, entonces sería la mar un dios en el norte. Las mujeres tienden con el óxido cerca. Salitre y lluvia de lao. Llueve p´arriba. «Que mi madre nunca se caga en Dios por si acaso existía ni tampoco en la mar que, viene a ser lo mismo». Llueve de lao, llueve p´arriba. Una ola lo escupe hasta la roca y lo retira.
Uno, escucha, el golpe, el zapatuco escupido por el mar. «Pos cómo volver y decir a tu pobre madre que su hijuca se ahogó, mejor te llevo y te mato». (Y su silencio suena a lluvia). El coche patrulla, ¿Pero a dónde ir? Llovía, claro, de lao y llovía pa arriba. Llovía para calarnos, como si todavía se pudiera mojar. Se la llevó una ola. La mujer osa. El hombre en el río. Toda la muerte. Santander. José Hierro. Costas de Cádiz. Mi hijo escuchando la historia del hombre pez de Liébanes. El mito, la Monuca, desangrando tórtolas, odiando, ciega, a las mujeres. Baba Yaga del Cantábrico.
«Cuando la marea no tenga fuerzas ya ni para cargar con los muertos». Rezando a un dios que no habrá visto nada, cualquier muerto está recién escupido por el mar. Cuando viene el pleamar, aquí en el norte, allí en el norte, se va la playa. Arena infinita. Pleamar, norte, playa, PLAYAS INFINITAS. Si a Mairuca se la llevó el mar, la mar la devolverá. Ahora la tendrá bien el fondo. Viejo, la violencia, la sangre y el amor, locura y alcohol mal digerido. El miedo a no encontrarla, a que se quedaran todas las ropas empapadas, para siempre, anónimos rapaces del frío. Rocas, uñas de gato, cangrejo.
Dormir, el agua, dentro y fuera, la sirena que llora, la sirena en la burbuja, la lluvia que empieza justo después de parar de llover. Dónde fuiste, niña: «A contarte de ti a los mejillones». Chubasquero, playa, el infinito apetito de la lluvia. Parece que no es arena. Que todo es barro. Pegada a la roca. Tapada por el mar. Mezclada con el barro. Una novela de mar y cuerpos, de gotas y frío, empapada de poesía, bella.
Poesía empapada de violencia en el Cantábrico.
Son veinticuatro horas lineales de intensa poesía, son varias décadas de recuerdos de memoria y vida. Una repetición cantábrica, un fraseo que recuerda a Pablo Und Destrucktion cantando al puerto de Gijón por Jacques Brel, que me llevan a Cada lunes de aguas de Juan Montiel, con esa manera analógica y primitiva de acercarse al mar o la narración mística y pagana sobre la Galicia misteriosa de “Habitada”de Cristina Sánchez-Andrade. Estamos en lugares donde todavía se conserva las chozas, las aldeas del primer Camilo José Cela, el que volvió al delirio de la lluvia en «Mazurca para dos muertos».
El norte de España, desde la Galicia de Germán Coppini, la Asturias de Pablo e Igor, mis días en Santander y Santoña, con el mar escupiendo sal, brazo y terrible, asustando a mi hijo, que se protegía tras la estatua de José Hierro. Y, claro, desde ahí hasta la costa de Maine, donde las pesadillas de H.P. Lovecraft hacían del crustáceo, del molusco, del terror gangoso de sexos enormes… y el agua, la lluvia, la vida y la muerte mezclada, nunca seca. Todo esto es Calabobos, la novela de Luis Mario, editada por Reservoir Books.

Agua, la chispa, el cielo que reparte agua, que siempre tiene sed y nunca sacia, los mejillones, los percebes, los pelos de Mairuca, terrible protagonista de la tristeza infinita, la familia disfuncional y desolada, Nanda La Chona, el Viejo, violento de alcohol (aunque sea aguado), todo empapado, repetidamente empapado, como si el agua se acumulara, sin irse nunca, el sexo extraño y monstruoso del mejillón, casi alienígena, desaforado, Chaní, la casa, el ruido de fondo constante, inexcusable, mortal, de la lluvia sobre el latón.
«Por la guerra también esta tierra se ha quedado viciada», lo único que tenían, esos que venían, era ganas de matar, sin uniforme: «La mar se traga los muertos, pero luego escupe sus dientes». Me atrevo a revisar un tebeo, hace unas pocas semanas, HELEN DE WYNDHORN de Tom King, donde aparecía el hada malvada de los dientes, muerte y asesinado… conforme avancemos conoceremos algo/alguien parecido.

¿Por qué es peor que las mujeres quieran a los hombres? «Porque entonces les dolían más los golpes». Loca con el duro, las sábanas nunca secas, de lejía y dolor. Cartas, mi tío, el otro, el tío Terio, que no lo dejaron vivir junto al mar y lo hicieron irse. El vino no sabe, pero cómo va a saber si lo tiene usted todo aguado, si te cae del pelo, del cuello, de todos los sitios. Sexo, salvajismo, lúbrico, animal, es por eso que la cópula, la carne, la sangre, exime la homosexualidad del protagonista. Vacas, mejillones, yerba que se desborda, la piel, los labios. La mujer va partiendo nueces a puñados, conociendo los secretos del bosque. Infusión extraña, el calor de los muertos que tienen más de animales que de cuerpos. Jabalí y lobos, Fernando Navarro y su Crisálida, pero en el sur frente al norte. Porque las brujas y sus ungüentos, desarman las maderas, las impregnan.
Amantes muertos, el mar nunca escupió sus dientes. Porque a la niña no le quedaban. Años más tarde, el padre, el tonto del pueblo. El viejo. Las mujeres que secaban las sábanas a soplidos. No quería salir los días del sur. No querían acabar locos. La niña no lo pasó bien de cría. Lloraba, desesperada, el olor, el jersey sucio, los pañales. La niña, la desaparecida, la ahogada, casi mata a su madre, pariendo, porque la niña no es humana. O solo es parte humana, lo otro, como queda claro (o turbio) le pertenece al mar. Un profesor de secano, yo mismo, escribiendo en el estío, balbuceando esto… una palabra detrás de otra. La sábana mojada, la mar picada, la garduña que entra hasta la cocina. ¿Quién y cómo? Entre la niña, dentro, paganismo y sexo, desde Zeus a la paloma. El mar hizo que el mejillón se le metiera en el vientre. Eso vale una cascada de lloros y sangre.
Es fundamental cómo el autor une nacimiento y muerto, la rebelión contra el orden perpetuo de las mareas, la luna y el mar. Nadie puede derrotarlos.

Cuchicheos de mejillón, la mar es una madre que ahoga a sus hijos. Para verlos crecer. El mar es un recuerdo que arrastra a un hombre. EN el norte la mar es un dios. Si el dios existe, entonces sería la mar un dios en el norte. Las mujeres tienden con el óxido cerca. Salitre y lluvia de lao. Llueve p´arriba. «Que mi madre nunca se caga en Dios por si acaso existía ni tampoco en la mar que, viene a ser lo mismo». Llueve de lao, llueve p´arriba. Una ola lo escupe hasta la roca y lo retira.
Uno, escucha, el golpe, el zapatuco escupido por el mar. «Pos cómo volver y decir a tu pobre madre que su hijuca se ahogó, mejor te llevo y te mato». (Y su silencio suena a lluvia). El coche patrulla, ¿Pero a dónde ir? Llovía, claro, de lao y llovía pa arriba. Llovía para calarnos, como si todavía se pudiera mojar. Se la llevó una ola. La mujer osa. El hombre en el río. Toda la muerte. Santander. José Hierro. Costas de Cádiz. Mi hijo escuchando la historia del hombre pez de Liébanes. El mito, la Monuca, desangrando tórtolas, odiando, ciega, a las mujeres. Baba Yaga del Cantábrico.

«Cuando la marea no tenga fuerzas ya ni para cargar con los muertos». Rezando a un dios que no habrá visto nada, cualquier muerto está recién escupido por el mar. Cuando viene el pleamar, aquí en el norte, allí en el norte, se va la playa. Arena infinita. Pleamar, norte, playa, PLAYAS INFINITAS. Si a Mairuca se la llevó el mar, la mar la devolverá. Ahora la tendrá bien el fondo. Viejo, la violencia, la sangre y el amor, locura y alcohol mal digerido. El miedo a no encontrarla, a que se quedaran todas las ropas empapadas, para siempre, anónimos rapaces del frío. Rocas, uñas de gato, cangrejo.

Dormir, el agua, dentro y fuera, la sirena que llora, la sirena en la burbuja, la lluvia que empieza justo después de parar de llover. Dónde fuiste, niña: «A contarte de ti a los mejillones». Chubasquero, playa, el infinito apetito de la lluvia. Parece que no es arena. Que todo es barro. Pegada a la roca. Tapada por el mar. Mezclada con el barro. Una novela de mar y cuerpos, de gotas y frío, empapada de poesía, bella.

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