Entre la confirmación de la condena y la prisión domiciliaria, la ex presidenta convirtió el balcón de su casa en una potente arma política Leer Entre la confirmación de la condena y la prisión domiciliaria, la ex presidenta convirtió el balcón de su casa en una potente arma política Leer
El crepúsculo político de Cristina Fernández de Kirchner debía producirse más tarde o más temprano, pero lo inesperado es que llegue con una doble imposición que es toda una humillación para las dos veces presidenta de Argentina: llevar una tobillera electrónica y no salir al balcón de la casa en la que cumple prisión domiciliaria, condenada por corrupción.
El balcón es un elemento esencial en la política argentina y muy especialmente en la historia del peronismo: cualquier líder que se precie debe ser aclamado por las masas, a las que observa desde un balcón, en lo posible el de la Casa Rosada que se asoma a la Plaza de Mayo. Así, quitarle la posibilidad del balcón a la mujer que gobernó Argentina entre 2007 y 2015, y que es hoy claramente la líder opositora más potente, es una medida de fuerte impacto político, más allá de que esté inhabilitada de por vida y de que en los próximos meses pueda ser condenada en otros procesos judiciales.
La Corte Suprema de Justicia confirmó la semana pasada la condena a seis años por encontrar a Fernández de Kirchner culpable de defraudar al Estado. Y este martes, el Tribunal Oral Federal 2 (TOF 2) decidió que la ex presidenta, de 72 años, cumpla la condena en su domicilio, algo a lo que se opusieron los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola, que querían ver a la líder peronista en una prisión.
Pero los tres jueces del TOF 2, Jorge Gorini, Andrés Basso y Rodrigo Gimenez Uriburu, sorprendieron a todos con dos exigencias dentro de las varias que Fernández de Kirchner debe cumplir si no quiere que se le revoque la prisión domiciliaria y pase a cumplir la condena en una prisión real. Una condición clave es la del balcón, que no está mencionada expresamente, pero que queda muy clara: la condenada deberá «abstenerse de adoptar comportamientos que puedan perturbar la tranquilidad del vecindario y/o alterar la convivencia pacífica de sus habitantes».
La líder peronista, vicepresidenta hasta hace apenas un año y medio, vive en San José 1111, un piso de 200 metros cuadrados en el bastante degradado barrio porteño de Constitución. En los días que transcurrieron entre el martes 10 de junio -confirmación de la condena- y el martes 17 de junio -confirmación de la prisión domiciliaria-, Fernández de Kirchner convirtió el balcón de su casa en una potente arma política que desconcertaba a la justicia e inquietaba al gobierno de Javier Milei, muy experto en redes sociales pero poco experto en manifestaciones callejeras.
En todos estos días, cientos o miles de personas, dependiendo del momento, durmieron, acamparon, comieron e incluso, algunos, hicieron sus necesidades en las calles aledañas a la casa de la ex presidenta. El gobierno de la ciudad de Buenos Aires, a cargo de Jorge Macri, primo del ex presidente Mauricio Macri, pidió a la Justicia que la prisión domiciliaria no fuera en la capital argentina, pero sin éxito. Fernández de Kirchner pasará los próximos seis años allí, previsiblemente sin asomarse al balcón, porque si lo hace es muy posible que «altere» y «perturbe» la «convivencia pacífica» de los vecinos y que sus días en casa pasen a ser días en prisión.
«Cristina no va a poder salir al balcón a saludar», se lamentó Mayra Mendoza, alcaldesa ultracristinista de Quilmes, una ciudad al sur de Buenos Aires. Mirtha Busnelli, una veterana actriz argentina, fue más lejos tras visitar a la ex presidenta en su casa, e hizo una crítica lapidaria al gobierno de Milei: «Estamos siendo humillados, exterminados… Destrozan todo lo que es auténtico, el deseo de vivir. Está todo apagado, nos van a exterminar».
Busnelli es una de las figuras del ambiente artístico argentino que repiten la palabra «proscripción» a la hora de referirse a la condena a Cristina por corrupción. El intento, diario, insistente, es el de asimilar su situación a la del hoy presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, que pasó 581 días en prisión antes de que el Supremo Tribunal federal (STF) anulara la condena.
La ex presidenta perdió la paciencia este miércoles y escribió en redes sociales un mensaje que hace pensar que no es del todo consciente de que fue condenada a prisión, aunque sea domiciliaria: «¿Puedo salir o no al balcón de mi casa? Parece joda broma, pero no… Por eso le preguntamos al Tribunal que aclare, por favor, qué comportamiento se encuentra prohibido».
Dentro del enrevesado culebrón político-judicial que protagoniza la ex jefa de Estado no estaba previsto el estigma de una tobillera electrónica, ni mucho menos que Patricia Bullrich, ex peronista de izquierdas, ex macrista, ex candidata presidencial y hoy furibunda mileísta como ministra de Seguridad, incidiera tan directamente en el día a día de la ex presidenta presa.
Es la Dirección de Asistencia a Personas Bajo Vigilancia Electrónica, dependiente de la Subsecretaría de Asuntos Penitenciarios del Ministerio de Seguridad que dirige Bullrich, la responsable de presentarse en la casa de Fernández de Kirchner para colocarle el dispositivo de vigilancia electrónica, la famosa tobillera. Y si la ex presidenta se asoma al balcón para testear los límites del corsé judicial y la situación se descontrola, es el ministerio de Bullrich el que ya entregó a la Justicia una lista de cárceles adecuadas para alojar a una figura de su envergadura política.
Y es Bullrich, también, quien deberá lidiar con lo que suceda a lo largo de este miércoles en una serie de marchas de apoyo a la ex presidenta que deberían confluir en la Plaza de Mayo. Precisamente allí, frente al balcón de la misma Casa Rosada que por 16 años y medio fue controlada por el kirchnerismo, en especial por Cristina, pero que hoy domina Milei.
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