Valeria Vegas ha reunido todas las vidas de Sara Montiel en el documental SuperSara, disponible en HBO Max. Porque hay vidas que suman muchas vidas. Aunque las de Saritísima siempre van unidas por un denominador común: que no te digan lo que puedes ser y lo que no. Así los tres capítulos que narran la historia de Sara también consiguen retratarnos cómo somos. Con todos nuestros prejuicios incluidos, fruto de una moral que oprimía. Y que impedía que las mujeres fueran libres. Hasta en los años que creían que ya lo eran.
Los comienzos de Sara ya marcan una diferencia. En una sociedad en la que la puerta del éxito solía reducirse a que alguien descubriera tu talento, Antonia empezó a ser Montiel porque se preparó el concurso de Bobby Deglané. No esperó a que la encontrarán, trabajó su voz para destacar mejor. Ganó. Aun así en aquella España hacía falta una casualidad. O unas cuantas. Y fue una sesión de fotos la que hizo que el cine se fijara en ella: por su fotogenia en primer plano, pero también por su manera de desafiar a la cámara con sus ojos. Lo hizo siempre, hasta osando romper la cuarta pared de la pantalla del cine. Ella miraba al espectador cuando se presuponía que no podía mirarlo. Metáfora de toda su vida, que cuenta maravillosamente bien el documental.
Ya solo su icónico puro era una declaración de intenciones. Una seña de identidad inconformista que era un ejercicio de seducción que conseguía lo que otras no podían hacer. Todavía. Es lo que diferencia a una guapa de una estrella para la eternidad: la intuición para abrazar las imperfecciones que te acercan a la perfección. O lo que se entendía entonces como imperfección. Montiel no gestualizaba como todas. Gestulizaba como ella sabía gestualizar. Aunque la criticaran. Montiel no cantaba como todas. Cantaba como ella sabía cantar. Aunque la criticaran. Montiel no interpretaba como todas. Interpretaba como ella sabía interpretar. Aunque la criticaran. Montiel no presentaba como todas. Presentaba como ella sabía presentar. Y lo hacía. Aunque la criticaran.
Y salía airosa porque sabía entremezclar la profesionalidad con la fantasía que endulza lo que toca. Su creatividad, que convertía anécdotas en leyendas, permitía que el público soñara con otros mundos que parecían inalcanzables en aquella España. Sus amores, sus peripecias en América, sus huevos con puntilla que hizo para que desayunara Marlon Brando, sus accidentes inventados en vuelos en avión… Nos enseñaba el primer mundo como una película repleta del glamour que nos evade y, a la vez, la terrenalidad de andar por casa que nos une.
Así su personalidad fue agregando el cariño de diferentes generaciones. Porque no se quedó atascada en El último cuplé. Intentaba aprender de lo nuevo que venía empujando, con la seguridad de creerte tu propio personaje para no dejar de ser tú misma. Aunque no dejes de cambiar nunca. Lo que la convirtió en referente sin pretenderlo, especialmente del colectivo LGTBIQ+. Lo cuenta muy bien Crawford en el documental. No se trata de que quisiéramos ser como ella, ponernos sus transparencias y pelucas como a veces se malinterpreta con los prejuicios simplificados que siguen persiguiendo a las personas LGTBIQ+ y que nos reducen a lo exótico. No, la admiración hacia Sara Montiel se cimienta en que representaba, representa y representará una actitud ante la vida que ensanchaba los márgenes de las posibilidades de poder ser de una sociedad de moral asfixiante. Encima lo conseguía con la imaginación que soluciona mejor cualquier imprevisto. Se casó por lo civil cuando en España era pecado. Se divorció cuando en España era pecado. Se erotizó cuando en España era pecado. Se fue del cine cuando el destape ya no era pecado, pero solo era machismo hueco.
Montiel se hizo refugio en un país de mentalidad corta que insistía en cómo debíamos vestir, cómo debíamos gesticular, cómo debíamos sentir para ser personas de bien. Ella no permitió la tiranía de la represión disfrazada de buenos modales. No la permitió hasta el último día. Hasta sus 85 años.
Porque Sara Montiel nos siguió delatando como sociedad también en aquellos años 2000 en donde la prensa dejó de ser respetuosa con sus artistas para destriparlos en el boom de los programas del corazón más agresivos. Ver aquellos espacios ahora da un escalofrío fuerte. Era aquella tele que confundía humor con mofa. Pero, ahí, Sara Montiel continuaba siendo Saritísima. Aunque la suma del machismo y el edadismo que llevábamos muy adentro no paraba de señalarla con el dedito. De nuevo, la moral que desmontó siempre. Esta vez, su culpa era no esconderse por envejecer e intentar seguir festejando la vida seduciendo, como la primera vez pero con la madurez de todo lo recorrido. Porque Sara sabía que la belleza no tiene fecha de caducidad mientras seguimos vivos.
El paso de los años no impidió que se pusiera transparencias, brillos y pintara las uñas de colores para ir dónde le apetecía. Las mujeres son sentenciadas por el sexismo que pretende invisivilizarlas cuando no sirven para el cuidado o cuando sienten que no las pueden utilizar como mero objeto decorativo. Críticas de las que no estaba inmune la propia Sara. Aunque intentara disimularlo. Normal, que pidiera colocar una media de piernas en el objetivo de la cámara para difuminar arrugas. No obstante, al final, ella misma se reía en público de estas tácticas que, ahora, están naturalizadas con los filtros de Instagram. Entrenaba la inteligencia del humor que le ayudaba a esquivar la hostilidad de aquellos cuchicheos. Así Sara Montiel seguía siendo libre. Una mujer que no quería que otros hablaran por ella. Una mujer que triunfó porque no solo quería triunfar, sobre todo quería ser. Lo logró. Y pudo celebrarlo, hasta animando al resto de los mortales a celebrarnos.
HBO Max estrena el documental ‘SuperSara’, que recorre las vidas reunidas en una de Saritísima.
Valeria Vegas ha reunido todas las vidas de Sara Montiel en el documental SuperSara, disponible en HBO Max. Porque hay vidas que suman muchas vidas. Aunque las de Saritísima siempre van unidas por un denominador común: que no te digan lo que puedes ser y lo que no. Así los tres capítulos que narran la historia de Sara también consiguen retratarnos cómo somos. Con todos nuestros prejuicios incluidos, fruto de una moral que oprimía. Y que impedía que las mujeres fueran libres. Hasta en los años que creían que ya lo eran.
Los comienzos de Sara ya marcan una diferencia. En una sociedad en la que la puerta del éxito solía reducirse a que alguien descubriera tu talento, Antonia empezó a ser Montiel porque se preparó el concurso de Bobby Deglané. No esperó a que la encontrarán, trabajó su voz para destacar mejor. Ganó. Aun así en aquella España hacía falta una casualidad. O unas cuantas. Y fue una sesión de fotos la que hizo que el cine se fijara en ella: por su fotogenia en primer plano, pero también por su manera de desafiar a la cámara con sus ojos. Lo hizo siempre, hasta osando romper la cuarta pared de la pantalla del cine. Ella miraba al espectador cuando se presuponía que no podía mirarlo. Metáfora de toda su vida, que cuenta maravillosamente bien el documental.
Ya solo su icónico puro era una declaración de intenciones. Una seña de identidad inconformista que era un ejercicio de seducción que conseguía lo que otras no podían hacer. Todavía. Es lo que diferencia a una guapa de una estrella para la eternidad: la intuición para abrazar las imperfecciones que te acercan a la perfección. O lo que se entendía entonces como imperfección. Montiel no gestualizaba como todas. Gestulizaba como ella sabía gestualizar. Aunque la criticaran. Montiel no cantaba como todas. Cantaba como ella sabía cantar. Aunque la criticaran. Montiel no interpretaba como todas. Interpretaba como ella sabía interpretar. Aunque la criticaran. Montiel no presentaba como todas. Presentaba como ella sabía presentar. Y lo hacía. Aunque la criticaran.
Y salía airosa porque sabía entremezclar la profesionalidad con la fantasía que endulza lo que toca. Su creatividad, que convertía anécdotas en leyendas, permitía que el público soñara con otros mundos que parecían inalcanzables en aquella España. Sus amores, sus peripecias en América, sus huevos con puntilla que hizo para que desayunara Marlon Brando, sus accidentes inventados en vuelos en avión… Nos enseñaba el primer mundo como una película repleta del glamour que nos evade y, a la vez, la terrenalidad de andar por casa que nos une.
Así su personalidad fue agregando el cariño de diferentes generaciones. Porque no se quedó atascada en El último cuplé. Intentaba aprender de lo nuevo que venía empujando, con la seguridad de creerte tu propio personaje para no dejar de ser tú misma. Aunque no dejes de cambiar nunca. Lo que la convirtió en referente sin pretenderlo, especialmente del colectivo LGTBIQ+. Lo cuenta muy bien Crawford en el documental. No se trata de que quisiéramos ser como ella, ponernos sus transparencias y pelucas como a veces se malinterpreta con los prejuicios simplificados que siguen persiguiendo a las personas LGTBIQ+ y que nos reducen a lo exótico. No, la admiración hacia Sara Montiel se cimienta en que representaba, representa y representará una actitud ante la vida que ensanchaba los márgenes de las posibilidades de poder ser de una sociedad de moral asfixiante. Encima lo conseguía con la imaginación que soluciona mejor cualquier imprevisto. Se casó por lo civil cuando en España era pecado. Se divorció cuando en España era pecado. Se erotizó cuando en España era pecado. Se fue del cine cuando el destape ya no era pecado, pero solo era machismo hueco.
Montiel se hizo refugio en un país de mentalidad corta que insistía en cómo debíamos vestir, cómo debíamos gesticular, cómo debíamos sentir para ser personas de bien. Ella no permitió la tiranía de la represión disfrazada de buenos modales. No la permitió hasta el último día. Hasta sus 85 años.
Porque Sara Montiel nos siguió delatando como sociedad también en aquellos años 2000 en donde la prensa dejó de ser respetuosa con sus artistas para destriparlos en el boom de los programas del corazón más agresivos. Ver aquellos espacios ahora da un escalofrío fuerte. Era aquella tele que confundía humor con mofa. Pero, ahí, Sara Montiel continuaba siendo Saritísima. Aunque la suma del machismo y el edadismo que llevábamos muy adentro no paraba de señalarla con el dedito. De nuevo, la moral que desmontó siempre. Esta vez, su culpa era no esconderse por envejecer e intentar seguir festejando la vida seduciendo, como la primera vez pero con la madurez de todo lo recorrido. Porque Sara sabía que la belleza no tiene fecha de caducidad mientras seguimos vivos.
El paso de los años no impidió que se pusiera transparencias, brillos y pintara las uñas de colores para ir dónde le apetecía. Las mujeres son sentenciadas por el sexismo que pretende invisivilizarlas cuando no sirven para el cuidado o cuando sienten que no las pueden utilizar como mero objeto decorativo. Críticas de las que no estaba inmune la propia Sara. Aunque intentara disimularlo. Normal, que pidiera colocar una media de piernas en el objetivo de la cámara para difuminar arrugas. No obstante, al final, ella misma se reía en público de estas tácticas que, ahora, están naturalizadas con los filtros de Instagram. Entrenaba la inteligencia del humor que le ayudaba a esquivar la hostilidad de aquellos cuchicheos. Así Sara Montiel seguía siendo libre. Una mujer que no quería que otros hablaran por ella. Una mujer que triunfó porque no solo quería triunfar, sobre todo quería ser. Lo logró. Y pudo celebrarlo, hasta animando al resto de los mortales a celebrarnos.
20MINUTOS.ES – Televisión