No habrá Europa sin coraje y visión

Por responsabilidad, la Unión Europea ha de consolidarse en actor geopolítico Leer Por responsabilidad, la Unión Europea ha de consolidarse en actor geopolítico Leer  

El 12 de junio se cumplieron 40 años de la firma del Tratado de Adhesión de España a las entonces Comunidades Europeas. Me encontraba en Maastricht, donde en 1992 nuestro proyecto de futuro dio un salto histórico con la botadura del tratado que lleva su nombre. Asistía a un seminario del Partido Popular Europeo (PPE), que tuve el honor de abrir -mano a mano junto al antiguo presidente de la Comisión y del gobierno de Luxemburgo, Jean-Claude Juncker, moderado por Manfred Weber, presidente del PPE- bajo el lema No Europe Without Responsibility, Courage, and Vision. La sesión de reflexión rezumó el peso del PPE: grupo más numeroso y bisagra de la eurocámara, que cuenta con doce gobiernos en el Consejo y las presidencias del Parlamento y la Comisión.

Aquí se impone un excurso personal. Hasta desembarcar en Bruselas en julio de 1994, mi mundo era la abogacía internacional, especializada en Derecho comunitario; pionera (mujer) en la Junta de Gobierno del Colegio de Abogados. Más allá del compromiso profesional, con toda mi generación, respiraba Europa, soñaba Europa, aspiraba a Europa. Porque crecí en la grisalla franquista, pero tuve una madre de avanzadilla, que presentía la evolución que se dibujaba, e impuso el Lycée Français como centro de enseñanza. Allí, nuestra vida de colegiales venía pautada por el estribillo de «Europa acaba en los Pirineos»; Marca Hispánica; el arranque de África. Empapada de historia, salía al paso con la pasión estrenada de la adolescencia. Europa, su cultura, sus valores, su proyección global, se deben a España al menos en pie de igualdad con cualquier otra nación. Por ello, veía más allá del comentario unánimemente escéptico de mis colegas de toga -«Es una locura; eso es el Parlamento en la luna. Perderás tu bufete, tu carrera, todo»- cuando José María Aznar me ofreció concurrir a las elecciones para formar parte de la delegación del partido en la IV legislatura. Así, acepté a fin de vivir la construcción europea en primera línea; también en resarcimiento de aquella rabia infantil.

España irrumpió en los cenáculos de Bruselas con el brío y aplomo de quien reclama su lugar en la Historia; encarando la tarea en común por encima de diferencias ideológicas. Enarbolando las provisiones del Tratado, la fuerza de la sociedad española se tradujo en infraestructuras soberbias, vertebradoras de la Piel de Toro, y un tirón de prosperidad solo comparable al experimentado por Irlanda o Corea. A fecha de incorporación, la renta por habitante de España rondaba el 72% de la media de la rica UE-15; en el 2004 se situaba en el 100% de la UE-25. Nuestros equipos -no pocas veces temidos, siempre respetados- se distinguían por correosos cuando los intereses patrios lo requerían, y creativos en todos los debates fundantes que abundaron antes de la quinta ampliación (la extraordinariamente exitosa acogida a los Bálticos -ex URSS- y antiguos miembros del Pacto de Varsovia). Sello español lleva la actuación en América Latina (inexistente hasta el 86), el proceso de Barcelona que debía compensar el tropismo al Este con un acercamiento a la ribera sur del Mare Nostrum; el impulso del espacio de Libertad, Seguridad y Justicia; o la mismísima Ciudadanía Europea.

En la década de los 2000, la envergadura económica de la UE rivalizaba con la de Estados Unidos. Nuestras normas trascendían al mundo y no dudábamos de que nuestro sistema -mercados abiertos, Estado de Derecho, desarrollo convergente- daría forma al siglo. En 2005, el director del prestigioso European Council on Foreign Relations tituló -con inmodestia digna de mejor causa- un libro de referencia, Why Europe Will Run the 21st Century: «Al crear el mayor mercado interior único del mundo. Europa se ha convertido en un gigante económico […] Pero es la calidad de la economía europea lo que la convierte en un modelo: sus bajos niveles de desigualdad permiten a los países ahorrar en criminalidad y prisiones; sus economías energéticamente eficientes los protegerán del aumento de los precios del petróleo; su modelo social brinda a las personas ocio y tiempo con sus familias […] Este efecto dominó regional cambiará nuestras ideas sobre política y economía y redefinirá lo que significa el poder para el siglo XXI».

Pues bien, no ha sido así. 33 años después de la ambición de Maastricht, nos enfrentamos a una realidad muy distinta: la Unión Europea se estanca. Mecidos en la satisfacción de la rutina, no hemos prestado atención al mutante marco global: la geopolítica irrumpiendo en la geoeconomía. El Brexit, inaugural escarceo del populismo, lo perdimos. Y la crisis del euro, consecuencia del colapso económico iniciado en 2008, COVID-19 y la invasión total rusa de Ucrania en 2022 han hecho caer los oropeles, que nublan el análisis en el fragmento transcrito. Nuestra autocomplacencia. No somos capaces de sacudirnos del todo la arrogancia del efecto Bruselas (ese vanaglorioso espejismo de un mundo siguiendo las lecciones impartidas por la UE, en particular en forma reglamentaria). Hoy nos rodea un cinturón de fuego: Ucrania, Oriente Medio, el Sahel. El dividendo de la paz que dábamos por sentado al abrigo de la Pax Americana se desvanece. Nuestra respuesta -la parva ayuda a Kiev, la ausencia de estrategia y las tácticas vacilantes- carece de la audacia imprescindible. Producimos declaraciones, convocamos cumbres, pero rehuimos las duras decisiones del poder.

Necesitamos una Unión de Defensa, que aúne los recursos y el mando suficientes para disuadir las amenazas que se ciernen sobre nosotros. Debemos preparar nuestras instituciones a la ampliación a Ucrania, los Balcanes o Moldavia, con pragmatismo prudente. Debemos abordar urgentemente las incoherencias del Mercado Único; en particular, como señala el Informe Letta, en las áreas de servicios financieros, energía y comunicaciones electrónicas. Debemos alcanzar un equilibrio cabal entre los objetivos de descarbonización y la seguridad de aprovisionamiento a precios asequibles. Y materializar la prioridad de competitividad, apostando por la innovación. Por último, debemos escuchar a los ciudadanos, especialmente a los jóvenes que no han vivido el extraordinario éxito que lo conseguido hasta ahora supone; fomentar el diálogo social que restablezca la confianza.

Merece la pena citar cumplidamente al rey Felipe VI en la ceremonia de anteayer en el Palacio Real: «No pueden, no deben dar Europa por asentada, ni como algo irreversible […] Aún queda mucho por hacer y no debemos permitir que, por desafección, pérdida de cohesión o erosión externa, desandemos un camino que nos ha dado tanto y ha sido el asombro del mundo. Y no bastará con que los jóvenes simplemente reconozcan esta realidad, como algo heredado: deberán hacerla suya».

Por responsabilidad, la UE ha de consolidarse en actor geopolítico. La valentía exige que, conservando el foco en la seguridad jurídica, de la abstracción del puro poder normativo pasemos a la acción, ahormando una Europa que lidere, que no se deje arrastrar. Que no sea objeto ni tablero. Que se haga respetar. Esta transformación demanda coraje y visión. El Parlamento Europeo sigue siendo crisol de este trabajo.

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