Las grandes estrellas cuidan la actitud cuando salen a escena. Saben que es su primera toma de contacto con el público. La primera oportunidad de conquistar su atención. Mirada alta, sonrisa pletórica, saludo cómplice y paso contundente en busca del foco. La liturgia la repiten las estrellas de antes y las de ahora. Véase a Roro irrumpiendo en la velada de Ibai, protegida por su novio dentro de una especie de transformer.
Porque cómo aparecen las celebrities de cada momento en un show dice más de lo que parece de sus ideales, de su filias, de sus fobias, de su carácter. Sea en un plató de televisión pequeño o un estadio inmenso. Salvando las distancias, recuerdo la manera en la que bajaba las escaleras Rosa María Sardá en cada edición de su exitoso Ahí te quiero ver (1984-87). Un creativo late show en prime time que abría miradas y en el que cada semana la Sardá descendía los peldaños con un leitmotiv distinto. Había cultura en cada pisada. Había ironías que nunca eran vacías. En ellas, planeaba lo que habíamos sido, lo que habíamos aprendido a no querer ser y, sobre todo, cómo en la vida no hacemos lo que queremos, hacemos lo que podemos. Pero siempre lo intentamos.
Y así Rosa María Sardá también bajó la escalera cuando visitó a sus compañeros de La Trinca en Tariro Tariro (1988-89). Otro teleteatro de comedia, que se realizaba desde un gigante iglú hinchable que se levantó en los terrenos de los estudios de TVE en Sant Cugat del Vallés. Aquella noche, una vez más, Rosa María apareció como una gran diva de la escena. Desde lo más alto de la grada. Con su fanfarria musical, con su pose de creerse el personaje y lanzando un vaso con restos de alcohol y sobras de desprecio a los pobres del equipo que estaban en la tramoya. Ahí empezaba la astucia de su reencuentro con Josep Maria Mainat, Miguel Ángel Pasqual y Toni Cruz (que falleció este 11 de julio de 2025), La Trinca, compañeros de una pandilla, también conformada por Joan Ramon Mainat y Sergi Schaaff, que desde Barcelona ejercieron un rico contrapunto creativo con la tele de Madrid. La amplitud de la sociedad española está en los ecosistemas que crecen fuera de la M30.
No había tiempo que perder. Y ya Rosa María salió en modo personaje por la escalinata, dando la vuelta a los tópicos de las grandes estrellas con esas ínfulas de grandeza que, habitualmente, las terminan devorando. Nada más iniciar el descenso entre el público, pidió con sus manos parar la música. Algo había sucedido. Había reconocido a su sobrina Maripili entre el público. Entonces, comenzó la hazaña de cruzar el tumulto de gente, incluso pisando directamente a la gente, para llegar a abrazar a su familiar. Rosa María hasta las últimas consecuencias, incorporando al guion en directo la reacción espontánea de las personas que pasaba por encima.
La entrada de Sardá marcó a la audiencia de la época, pues transformó un saludo inicial en un sketche redondo que, directamente, presentó el personaje por sí mismo en el arranque del show. Pero, sobre todo, caló tanto porque la comedia no estaba hueca: a pesar de su aparente sencillez incorporaba un retrato de las tietas que hacían país a diario y que la tele nacional trataba como personajes muy secundarios. Cuando eran las cabezas de cartel, esas mujeres curtidas que siempre llevaban algo en el bolso para salvar a quien se encontraban en el camino. Lo mismo del hambre, lo mismo de una diarrea de paloma.
En el drama, en la comedia e incluso cuando hacía de ella misma, Rosa María Sardá nos enfrentaba a las emociones de nuestros barrios con una afilada mirada en la que era sencillo sentirnos reflejados. Aunque no nos pareciéramos en nada al personaje que protagonizaba. Esta vez, el de una estrella del cine y la televisión. La estrella que realmente fue y que, en cambio, sentimos tan cercana porque nunca se quedaba en la avaricia trepa de los que se piensan genios. Siempre impidió que la pomposidad de las platós nublara su compromiso con el sarcasmo que nos relativiza. Hasta hacernos más cultos, más despiertos, más críticos, más libres.
Rosa María Sardá representa la comedia que nos marca y que recordamos con el paso de las décadas porque no solo distrae y atesora una conciencia crítica sobre cómo somos.
Las grandes estrellas cuidan la actitud cuando salen a escena. Saben que es su primera toma de contacto con el público. La primera oportunidad de conquistar su atención. Mirada alta, sonrisa pletórica, saludo cómplice y paso contundente en busca del foco. La liturgia la repiten las estrellas de antes y las de ahora. Véase a Roro irrumpiendo en la velada de Ibai, protegida por su novio dentro de una especie de transformer.
Porque cómo aparecen las celebrities de cada momento en un show dice más de lo que parece de sus ideales, de su filias, de sus fobias, de su carácter. Sea en un plató de televisión pequeño o un estadio inmenso. Salvando las distancias, recuerdo la manera en la que bajaba las escaleras Rosa María Sardá en cada edición de su exitoso Ahí te quiero ver (1984-87). Un creativo late show en prime time que abría miradas y en el que cada semana la Sardá descendía los peldaños con un leitmotiv distinto. Había cultura en cada pisada. Había ironías que nunca eran vacías. En ellas, planeaba lo que habíamos sido, lo que habíamos aprendido a no querer ser y, sobre todo, cómo en la vida no hacemos lo que queremos, hacemos lo que podemos. Pero siempre lo intentamos.
Y así Rosa María Sardá también bajó la escalera cuando visitó a sus compañeros de La Trinca en Tariro Tariro (1988-89). Otro teleteatro de comedia, que se realizaba desde un gigante iglú hinchable que se levantó en los terrenos de los estudios de TVE en Sant Cugat del Vallés. Aquella noche, una vez más, Rosa María apareció como una gran diva de la escena. Desde lo más alto de la grada. Con su fanfarria musical, con su pose de creerse el personaje y lanzando un vaso con restos de alcohol y sobras de desprecio a los pobres del equipo que estaban en la tramoya. Ahí empezaba la astucia de su reencuentro con Josep Maria Mainat, Miguel Ángel Pasqual y Toni Cruz (que falleció este 11 de julio de 2025), La Trinca, compañeros de una pandilla, también conformada por Joan Ramon Mainat y Sergi Schaaff, que desde Barcelona ejercieron un rico contrapunto creativo con la tele de Madrid. La amplitud de la sociedad española está en los ecosistemas que crecen fuera de la M30.
No había tiempo que perder. Y ya Rosa María salió en modo personaje por la escalinata, dando la vuelta a los tópicos de las grandes estrellas con esas ínfulas de grandeza que, habitualmente, las terminan devorando. Nada más iniciar el descenso entre el público, pidió con sus manos parar la música. Algo había sucedido. Había reconocido a su sobrina Maripili entre el público. Entonces, comenzó la hazaña de cruzar el tumulto de gente, incluso pisando directamente a la gente, para llegar a abrazar a su familiar. Rosa María hasta las últimas consecuencias, incorporando al guion en directo la reacción espontánea de las personas que pasaba por encima.
La entrada de Sardá marcó a la audiencia de la época, pues transformó un saludo inicial en un sketche redondo que, directamente, presentó el personaje por sí mismo en el arranque del show. Pero, sobre todo, caló tanto porque la comedia no estaba hueca: a pesar de su aparente sencillez incorporaba un retrato de las tietas que hacían país a diario y que la tele nacional trataba como personajes muy secundarios. Cuando eran las cabezas de cartel, esas mujeres curtidas que siempre llevaban algo en el bolso para salvar a quien se encontraban en el camino. Lo mismo del hambre, lo mismo de una diarrea de paloma.
En el drama, en la comedia e incluso cuando hacía de ella misma, Rosa María Sardá nos enfrentaba a las emociones de nuestros barrios con una afilada mirada en la que era sencillo sentirnos reflejados. Aunque no nos pareciéramos en nada al personaje que protagonizaba. Esta vez, el de una estrella del cine y la televisión. La estrella que realmente fue y que, en cambio, sentimos tan cercana porque nunca se quedaba en la avaricia trepa de los que se piensan genios. Siempre impidió que la pomposidad de las platós nublara su compromiso con el sarcasmo que nos relativiza. Hasta hacernos más cultos, más despiertos, más críticos, más libres.
20MINUTOS.ES – Televisión